Desde hace casi 2 meses, me siento en una banca frente a la Parroquia de San Agustín, viendo desde lejos a una conocida. Ella vende helados en una pequeña cafetería ubicada en la acera de enfrente de la iglesia, sonríe pero no tiene una sonrisa genuina, por el contrario utiliza las sonrisas cual accesorio que combina con el atuendo del día.
Todos los días al llegar a la cafetería se persigna frente a una imagen de San Charbel y se coloca su delantal de cuadros azules, siempre en ése riguroso orden, y a continuación descuelga una de esas sonrisas justo porque sabe que llegarán los primeros clientes.
"Sofía", se lee en la placa que porta del lado derecho de su pecho, pero yo no necesito leer la placa para saber su nombre. Sofía tiene la mirada fría como sus helados.
Ella no confía. Cuando la noche asoma sus narices, Sofía baja el escalón que está afuera del local y voltea de izquierda a derecha y luego hacia el frente como temerosa de que alguien la esté observando [y aunque yo lo hago, nunca se percató de mi mirada incisiva] vuelve al interior, cuenta la venta del día y la registra en una libreta de pastas gruesas. Se retira el delantal y sale a cerrar la puerta de 3 chapas con un manojo de llaves que bien podrían haber sido la copia fiel de las de San Pedro.
Sofía ama la rutina, el confort que le da lo que conoce, la certeza de saberse protegida. Se sabe de memoria los sabores de las nieves, pero no recuerda cuándo fue la última vez que se sintió amada. Podría servir con los ojos cerrados esas enormes bolas de helado sobre los conos, pero no sabe donde colocó su sensibilidad, sus ganas de llorar. Ella cuenta todas las noches con precisión cuánto fue lo que ganó, pero no podría ni en mil vidas contarle a alguien sus dolores, su vacío, su soledad. Ella limpia el mostrador pero no puede limpiar sus rencores. Cada mañana observa con atención a cada uno de los clientes pero hoy que he decidido entrar a su fuerte de sabores, no ha querido siquiera voltear a verme, me dio la espalda y las sonrisas se le cayeron como lágrimas. Sofía me conoce, yo la conozco a ella, me sé de memoria sus lunares, y como le tiemblan sus labios cuando está nerviosa.
- "Sofía, ¿Podrías venderme un helado sencillo de vainilla y si te es posible podrías regalarme tu perdón por haberte fallado tantas veces? El helado te lo pago pero el perdón no habría forma de que pudiera retribuírtelo, tal vez sirva que te diga que ahora soy esclavo de ti, que te veo de lejos y me mata que será siempre así, de lejos porque no podré hacer que regreses, me humillaré si es lo que necesitas, me humillaré frente a ti para que sepas que no mereces fingir sonrisas, que no fuiste tú la que se equivocó, que no debes dejar de creer, que soy un idiota y vaya que lo soy, pero te amo".
Me dolió ver que después de unos minutos de silencio, colocó una de esas sonrisas falsas en su boca, volteó a verme y me dijo sin siquiera titubear:
- "Si me lo permite le haré la recomendación del día, el helado de nuez y frutos secos, es la nueva especialidad de la casa. Y como ha querido Usted que le regale mi perdón y yo hace mucho que no sé donde lo he dejado, mejor voy a darle al 2x1 otra recomendación, aléjese de mi, corra lo más lejos que pueda, porque aquí sonrío, pero allá afuera, en el lugar donde no podría espiarme, he estado guardando mis rencores, mis odios hacia Usted y si regresa, le juro que va a conocer lo que se siente que le raspen el corazón y que le pisoteen el amor propio, voy a congelarle los sentidos y no me detendré hasta que entienda que así como el helado de vainilla no podría jamás estar junto al de limón, tampoco su corazón agrio e insensible, podría jamás estar cerquita de uno cálido y sincero como el mío".
Por instinto di dos pasos hacia atrás, me fui de ahí sin helado de vainilla, sin palabras y sin Sofía, y a la mañana siguiente volví a sentarme junto a la Parroquia de San Agustín, viendo desde lejos pero ahora a una desconocida.
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