Sus ojos ahora los veo en todos los ojos, las risas de los otros son también su risa, las incontrolables ganas de proteger su inocencia alcanzan también a esos pequeños que no son míos pero que en realidad si lo son, porque todos somos responsables de ellos.
Por alguna extraña razón, ser padres nos hace padres universales de todos los pequeños del mundo. Es como si ahora todos los niños fueran nuestro niño. El dolor de cualquiera de ellos ahora debe dolernos mucho más, todo aquello que les borre la sonrisa nos la debe borrar a nosotros también.
Todos los niños deberían tener el derecho de nacer libres, iguales, sin ataduras ni complejos, sin riquezas ni pobrezas, sin destinos marcados. Deberían poder ser lo que quieran, deberían conservar su alma pura hasta que la edad adulta los sorprenda de repente.
No son ellos responsables de proveer a la familia con su trabajo, por el contrario deberían jugar eternamente mientras puedan y soñar con princesas y castillos. Debería dolerles la panza por comer tantos dulces y no por no tener que comer, tendrían que abrir sus ojos grandes sorprendidos por los colores del mundo y no por las injusticias de la vida.
Ellos tienen la obligación de reír a carcajadas y nosotros tenemos la obligación de respetarlos y animarlos a ser ellos, sin límites ni condiciones, sin diferencias de credo ni raciales, sin heredarles prejuicios que ellos no entienden, porque ellos son la nueva humanidad, nuestra única esperanza de salvarnos de tanta destrucción.
Yo no tengo solo un hijo, todos los niños son mis niños, porque en el mundo que quiero construir para mi hijo caben todos los pequeños como él.
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